'-¡Maldita sea! Ya he vuelto a clavarme otra astilla - Exclamó Aldar de nuevo como la noche anterior, pero esta vez no estaba su madre delante para reprender su elevado volumen de voz, tan solo un herrerillo que despegó precipitadamente su vuelo matinal empujado por aquella exclamación. Unos minutos después ya había terminado de recoger en la leñera la primera carga de leña para el invierno, presuroso entornó su mirada al Este buscando el resplandor del sol – Aún estoy a tiempo de llegar a casa de Volthor antes del amanecer- y sin más dilación puso a corretear su enjuto cuerpo adolescente hacia la base de la montaña. Dos kilómetros después y con el aliento entrecortado Aldar rompía el silencio en la cancela del jardín de su maestro - ¡Volthor buenos días! - Buenos días Aldar- respondió éste desde un banco del jardín -¿aun deseas aprender a meditar? - Qué cosas tienes Volthor, sabes que es algo que me llama mucho la atención, quiero conocer lo que ocurre en tu mente cuando meditas, veo tus ojos mirar de otra manera tras meditar. - Entonces más que en la mente, la respuesta la encontrarás preguntándote qué es lo que ocurrirá en tu corazón. - No entiendo- le inquirió su joven alumno- pensaba que meditar era cosa de la mente. - Por mucho que te explique no vas a lograr entenderlo, hay cosas que necesitan ser experimentadas y que la charlatanería jamás podrá explicar. Vamos Aldar ata bien tus ropas, subimos a la montaña y la mañana está fresca. - ¿A la montaña? Pensaba que podíamos meditar aquí mismo, en tu casa. - Para la primera lección es mejor estar rodeado de la presencia más sabia, te mandé venir tan temprano porque tenemos que caminar. - ¿Y vive allí arriba? – preguntó Aldar curioseando. - Jajaja, - explotó Volthor en una sonora carcajada- no no, no es una persona sino una Presencia, la Naturaleza. Vamos, hace años que no subo por ahí arriba. Quedándose Aldar pensativo penetraron en el sinuoso camino que partía hacia lo alto de la montaña a escasos metros de la casa de Volthor. Más de dos horas después ya en la cumbre, el viento ligero asomaba entre los riscos al final del estrecho paso de montaña jugando a desgarbar las ropas y los cabellos de las dos figuras que encumbraban la senda. Volthor se detiene un instante con la excusa que se da a sí mismo para recuperar el aliento y aprovechando la luz del sol ya en su ascenso desde hacía un rato, señala a Aldar la belleza del manto verde que discurre por laderas balanceadas como olas de un mar de bosques. Volthor quería volver al origen del nacimiento del río Evio, alojado en el vientre montañoso orientado en la vertiente Este, justo a pocos minutos de descenso tras coronar el paso. Recordaba la primera vez que visitó el lugar donde la montaña alumbra al río desde sus entrañas y la perplejidad que le causó pensar acerca de cómo podía ser posible que aquel minúsculo trenzado de hilos de agua transparente y revoltosa se convirtiese kilómetros después en el río más caudaloso que desemboca en el Mar de Ergon. Tras dejar atrás el paso y comenzar el descenso, vislumbró aquella enorme mole granítica que escondía el nacedero, era la referencia del manantial. -¡Ahí estás!- Exclamo en voz alta con un grito triunfal lleno de emoción, como si de un sediento encontrando un palmeral en el desierto se tratara, comenzó a aproximarse al lugar aumentando la cadencia de sus zancadas. -Sí, eres tan grande como aun te recordaba- Exclamó Volthor apoyando su mano para sentir la mole mientras Aldar sonría sin saber aún por qué. Bordeando a la roca hasta alcanzar el lugar por donde el agua asomaba al mundo, dejó su mochila a un lado y apartando su capa con cuidado hacia su lado izquierdo se acuclilló humilde como si estuviese ante la presencia de un gran rey. Ahí estaba, el hijo de la montaña: el nacimiento de Evio, el río parido por las entrañas de la majestuosa montaña. Introduciendo sus manos en el flujo de agua, cerró los ojos y acercando el líquido elemento a su nariz sólo distinguió a oler a vida. Inhaló profundo, lento y muy largo, como si estuviese tomando un aliento vital perdido durante años pero imprescindible por siempre. Mientras la satisfacción se reflejaba en su rostro, acercó lo que quedaba de agua en la ensenada que formaban sus manos para sentirla con los labios primero y después con la punta tímida de su lengua, cuidadosamente como si contuviese la carga de una nube atormentada y temiese un relámpago en su boca. Entreabrió sus labios un poco más e inclinando la cabeza hacia atrás dejó caer el agua en su paladar. Mientras la boca se inundaba de una explosión de vida, un flujo de energía recorrió su espalda. -Dios mío- Exclamó-. Gracias por tanta vida, gracias por este instante. No siempre se puede beber agua recién venida al mundo con la inocencia y pureza de una vida aun por vivir. Aldar absorto en lo que estaba viendo le preguntó: -¿Pero…para tanto es Volthor? -Sí Aldar, cuando eres consciente. -¿Consciente de que? ¡Solo es agua! Pregunto rápidamente el joven. Pero Volthor no respondió más. A continuación abrió sus palmas intentando convertirlas en ligeros pétalos de flores para posarlas sobre la superficie del agua juguetona que surgía ante sus ojos. Acercándolas lentamente milímetro a milímetro hasta la superficie comenzó a sentir su energía, su vibración, logrando posarse sobre ella con la delicadeza de una libélula. Había formado una especie de unión cuando distinguió que el espíritu del agua se estaba comunicando con él, entonces tuvo la imperiosa necesidad de acercarse a la meditación para facilitar ese encuentro allí y ahora. Sentándose sobre una pequeña y grisácea losa de piedra cercana, cerró los ojos y apoyando serenas sus manos entreabiertas en las rodillas, comenzó a deslizarse hacia su propio interior. Aldar se sentó a escasos metros de él pues intuía que podía perturbarle, imaginaba que Volthor permanecería en ese estado un buen rato. Entonces su atención se fija en el murmullo del agua que indomable discurre entre piedras enmohecidas, y sin saber por qué siente una energía en su interior que le obliga a cerrar sus ojos, en silencio. Atento a su interior percibe en sus párpados la luz del día, inundándose su paladar con cada inhalación del aire fresco envuelto en aromas de humedad, entonces abandona su mente y adopta sin esfuerzo un estado de mera presencia. Respira, siente, nota la luz solar más cálida inundando su cerebro de energía de las estrellas: Luz. Silencio. Quietud. Se percibe sereno, gozando de sí, de ese instante preciso donde la energía humana se funde con la naturaleza, donde la respiración se transforma en brisa amable del amanecer, y la oscuridad de sus ojos cerrados se convierte en pura luz interior. Un instante donde la paz transforma a todo su ser en un sencillo corazón. Entonces ocurre el encuentro: siente que el brote de agua y vida que surge de la matriz de la montaña está sucediendo al mismo tiempo en el interior de sí mismo, pero no alcanza a explicar, ahora solo puede alcanzar a sentir y a ser. En ese preciso momento dejándose llevar rendido por el éxtasis de un instante regalado que jamás se repetirá, algo se transforma en su interior: siente el bienestar, la paz, la fuerza de la montaña, que nada de ello le es ajeno: él mismo es esa fuerza y esa paz, ese es su don y su poder. Permanece regocijándose aún unos instantes más… de la serena belleza contemplada en la lúcida visión de sus ojos cerrados, de sabores vedados a quien solo por el paladar distingue sabores, de soledad íntima, de reconfortantes sensaciones que trascienden sus barreras corporales convirtiéndole en pura Naturaleza y Existencia. Su rostro bañado de la luz del sol muestra una lágrima leve asomando por el extremo de su ojo izquierdo y sin que él lo perciba una figura invitada permanece presenciándolo todo: Volthor.
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